Afortunadamente, cuando la industria del estacionamiento acechaba el museo de El Eco, la UNAM lo rescató, promovió su restauración - la cual estuvo a cargo del arquitecto Víctor Jiménez - y lo convirtió de nuevo en museo.
Inaugurado en 1953, El Eco es el resultado de una invitación que hizo el filántropo Daniel Mont a Matías Goeritz para hacer lo que quisiera en un terreno en la colonia San Rafael. Goeritz, historiador del arte y escultor, incursionó en la arquitectura con este proyecto, el cual, a medida que se construía, adquirió su función como museo experimental. La intención de Goeritz era que los visitantes de este espacio encontraran artistas trabajando. “Nadie se admirará de que este culto extrovertido,” escribe Max Cetto, “tenía que fracasar antes de haberse celebrado… El edificio, después de haber adquirido fama como prueba de arquitectura emocional en las revistas de arquitectura en Europa y América, fue convertido en un cabaret” (Arquitectura moderna en México. Nueva York: Frederick Praeger, Publishers, 1961, p. 104).
El Eco, independientemente de las funciones que ha servido, es un edificio extraordinario. La pared que da a la calle de Sullivan es negra, y tras ella se yergue una torre amarilla. El acceso esta marcado por una puerta que gira sobre un eje al centro; abierta, propone un flujo hacia el interior a través de un pasillo que se hace más estrecho a medida que se acerca al espacio principal. La duela de madera en el piso, cuyas piezas convergen en un punto al final del pasillo, contribuye a crear una ilusión de distancia.
Otros detalles que se van revelando en el recorrido de los espacios del museo incluyen la puerta que conduce al segundo piso, la cual tiene el ancho del muro, y una escalera de madera pintada con laca negra. También destaca el Poema Plástico de Goeritz, una composición de acero en la superficie de la torre amarilla, la cual se aprecia a través de una ventana en el pasillo de acceso.
Si bien la integridad arquitectónica del museo ha sido restituida, no fue posible recuperar todas las obras de arte que albergaba. La pared más grande del complejo tenía unos bosquejos de Henry Moore que han desaparecido. También se perdió La Serpiente, una escultura de gran escala de Goeritz que aparece en los dibujos preparatorios del edificio y que fue concebida para su patio. Afortunadamente, a cerca de un año de su reinauguración, el museo recibió una réplica de la serpiente. Esta escultura, aun si no fue diseñada para un espacio público, transformó la naturaleza de escultura urbana en el mundo. Artistas como Alexander Calder y Henry Moore comenzaron, poco después de la inauguración de El Eco, a hacer esculturas urbanas de carácter universal, despreocupadas por honrar héroes o celebrar hechos históricos.
Tiene sentido que Goeritz, exiliado de la Alemania nazi, rechazara todo lo oficial y lo nacionalista. Es tal vez por esto que tuvo una relación antagónica con personajes como Diego Rivera y David Alfaro Sequeiros, quienes lo consideraban un impostor, sin el talento ni la preparación que requiere un artista (Clive Bamford Smith. Builders in the Sun. Nueva York: Architectural Book Publishing, 1967, p. 132). Es posible también que las experiencias políticas de Goeritz motivaran su rechazo del racionalismo en la arquitectura. Hacia 1950, los arquitectos que diseñaban edificios públicos y grandes unidades habitacionales financiadas por el gobierno creían y participaban en la definición de las teorías del modernismo racionalista.
Podemos decir entonces que la “arquitectura emocional” de Goeritz, tan comúnmente resumida como una búsqueda estética, es también una arquitectura política. Del mismo modo, al considerar las convicciones de Goeritz, podemos desligar su arquitectura de las pretensiones al vernaculismo que le han sido imputadas. Como la obra de Barragán, síntesis de una serie de ideas sobre el espacio - las cuales desarrolló en sus viajes en el Mediterráneo - y el color - las cuales deben mucho a De Stijl y a la filosofía de Josef Albers - la de Goeritz es mucho más que un reencuentro con “lo mexicano”. Asumir lo contrario implica convertirla en objeto de folletos turísticos y discursos populistas, algo que Goeritz hubiera deplorado.
Quince años después de la inauguración de El Eco, con motivo de las olimpiadas de 1968, Goeritz promovió y coordinó la creación de un corredor escultórico en el Periférico de la ciudad de México, con obras regaladas por los países participantes en el evento. Cada una de estas obras responde, como quisiera su promotor, a una concepción del arte como un ejercicio universal. Recientemente, por iniciativa de la Patronato de la Ruta de la Amistad, institución de la iniciativa privada, las esculturas fueron restauradas, lo cual aviva la esperanza de que continúe el rescate del arte y la arquitectura moderna mexicana.
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